lunes, 9 de enero de 2017

La selva que palpita bajo los pies

Texto: Freddy Jadue

Aún no sé qué me llamó la atención: si fue la respiración que siempre delata la fatiga, especialmente en el último tercio de una carrera o fue la tenacidad de su marcha. Lo cierto es que al darme cuenta por el color de su dorsal, que era una corredora de los 60 km, no pude evitar hablarle para darle ánimo. La segunda versión de Torrencial Valdivia Trail, había estado durísima desde el principio cuando partimos frente al mar oscuro que baña la playa de Pilolcura, por eso varias horas después, era esperable que las energías fuesen disminuyendo. Ella había comenzado su travesía a las 5 am y yo que elegí el desafío de los 42 km, estaba en la ruta desde las 7 junto a varios centenares de corredores y corredoras, venidos de todos lados.

Noté que su ritmo disminuía y me atreví a decirle que no bajara, que la iba ayudar, que hiciéramos lo quedaba juntos, que así era más fácil, que no quedaba mucho, que sólo venían bajadas… me dijo que se llamaba Fernanda y que estaba bien, me di cuenta que era argentina y así nos fuimos armando y manteniendo nuestros ritmos en esos interminables últimos kilómetros. Atrás había quedado el bosque más espeso, que quitaba en aliento con sus infinitos matices verdes, el aroma de la tierra viva y los troncos muertos cubiertos de musgos, como volviendo al origen en el mismo suelo lafkenche, que nos recibía con su belleza húmeda y silenciosa.

Unos sorbos de agua y un par de arengas eran suficientes para controlar el sopor y seguir dándole a la ruta. Fernanda renegaba de las subidas, transaba con su ritmo y arremetía, caminábamos y volvíamos a correr. Pasamos algunos corredores, cada uno con sus calvarios: que la banda, que los isquiotibiales, que tengo otro calambre, más y más reclamos. El cuerpo se manifiesta en todo su esplendor en una carrera de montaña y eso puede ser doloroso, especialmente cuando evidencia las propias limitaciones, sin embargo, la decisión de cumplir con el desafío es más grande. Lo sabía Fernanda y lo sabía yo. Ella iba por su podio y yo por llegar en la mejor condición posible, considerando el kilometraje acumulado en la temporada y el entrenamiento.

Poco a poco, la geografía denotaba la cercanía del mar, es decir, la meta estaba cerca. Ahí nos separamos, apuré el paso y marché más adelante. Al rato nos volvimos a cruzar, ahora venía con un compatriota y nos fuimos quemando los últimos cartuchos hasta que finamente la gran bajada anunció que la meta estaba cerca, pero no iba a ser fácil.

Enfilamos en un rápido descenso, ella rauda junto a su compañero, tomó una posición adelantada y de ahí no pude seguirles el paso, hasta que nos felicitamos una vez que todo había acabado. Bajé rápido pero sin castigar mis tobillos, decidido a mantener el ritmo y a guardar algo para el final, pues picar en los últimos metros siempre es emocionante. A medida que bajaba apreciaba el mar en toda su magnificencia, mojando la misma playa que aparecía dorada y resplandeciente, como los gritos de la gente que estaba esparcida por el cerro apoyando a los competidores.


Una vez más la meta estaba frente a mis ojos. Un último esfuerzo y ya está, pensé. Terminaba así, mi aventura décimo en mi categoría, sin olvidar que nuevamente la selva valdiviana no quiso mostrar su lado más torrencial. 



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